—Señora,
no se puede sentar aquí en el jardín del museo. Esto es propiedad privada.
Esa
expresión de miedo en los ojos, de pánico irracional, me resulta familiar. Me
produce escalofríos y siento la punzada en el estómago que desata el derrumbe.
No aparto la vista intentando identificarla, pero es ella quien me reconoce.
—Rafa,
¿has cerrado bien las puertas? para que no pase nadie más, nadie debe verlo. Sshhh,
nadie. Solos tu y yo. Que no lo sepa nadie. Nos están buscando. Vienen ahora a
por nosotros. Sshhh.
Gira
la cabeza para comprobar que no hay nadie escuchando, encogida, aterrorizada. Parece
una anciana sucia y encogida, lleva un chándal deshilachado debajo de una falda
y una especie de albornoz que le hace de abrigo. El pelo apelmazado bajo una
bufanda llena de agujeros con la que cubre su cabeza. Ese olor…
—Rosi
¿eres tú? ¿no vivías con tu hermana?
—Shhhh.
Él se la llevó. Me buscaba a mí. Me persigue. Me escondí y se la llevó a ella.
Correr, hay que correr, vamos, vamos. Tinieblas ahí dentro, muerte en las
naturalezas. Demonio trasfigurado ahí dentro. Vamos, corre.
Salió del jardín mirando alrededor
como si realmente la persiguiera el diablo. La ansiedad ha aumentado lo
suficiente para iniciar un ataque de pánico, me giro bruscamente con la
intención de huir, pero tropiezo con Pablo que me mira sorprendido y me agarra
de los brazos en un gesto instintivo.
çÇç
Me
duele la cabeza, necesito más diazepan. No me queda en el bolsillo ¿dónde
estoy? Tranquilo, es el sofá de casa. El diazepan estará en la cocina. Siento mucho frío, me arrebujo en la manta
que me cubría y voy a la cocina. La puerta está atascada, no puedo abrirla. Qué
raro. Me vuelvo e intento abrir la puerta del dormitorio: tampoco se abre. Sigo
con el uniforme, pero no tengo la pistola ni las esposas. Empieza la angustia,
el temblor de las manos, el comienzo de taquicardia. No hay mucha luz y creo
ver sombras que cruzan la habitación. Me aprieto contra la pared. La
hiperventilación hace que me sienta mareado, me siento, aprieto los ojos y
cubro mi cara con las manos. Hace mucho frío. De repente, caigo: en la
habitación no hay luz, no está el balcón, tampoco la televisión, no hay más
mueble que el sofá. ¿Dónde estoy?
—Rafa,
no te muevas, no hables. Soy Rosi.
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