Una mañana me
desperté y decidí ir a comprar el periódico, así que salí de casa en dirección
al quiosco ubicado al lado de la boca de metro. Vivo en un barrio al este de
Madrid en el que todos nos conocemos, es como un pequeño pueblo dentro de la
gran urbe en el que casi todos los que tenemos mi edad hemos nacido, cuando
nuestros padres llegaron de los pueblos de las provincias que la rodean
buscando trabajo para progresar en la vida. Somos los hijos de la inmigración
de los años cincuenta y sesenta a las ciudades, de horas y horas de trabajo en pluriempleos que daban para sacar adelante
familias de cuatro o cinco hijos y aun así había hueco para compartir vivienda
con los abuelos y algún tío soltero. Como las casas no pasaban de setenta u ochenta
metros, se estiraban las habitaciones con toda suerte de ingenios para ocultar
camas en lugares inverosímiles: bien se desplegaba una cama al abrir la puerta
de un armario o aparecía tras la puerta baja de la librería del cuarto de estar,
o se llenaba un dormitorio de literas cruzadas, camas turcas, sofás-cama y toda
suerte de camas desplegables, para conseguir colocar a las ocho personas o más,
que habitaban ese piso.
Bajé las
escaleras y me encontré al portero limpiando los buzones de correo en el
descansillo “Buenos días. Está fría hoy la orilla para salir tan temprano”. Anselmo,
siempre tan amable y dispuesto. Al fin y al cabo, ese era su trabajo: limpiar
la escalera y el portal y asegurarse de controlar el tráfico de entrada y salida
al bloque con la autoridad que le dotaba el puesto y ese uniforme gris de
portero de la finca, amén de ayudar con solicitud a cada ama de casa cuando
volvía cargada con el carrito de la compra desde el mercado de Canillas.
Tomé la calle
hacia la Iglesia, es cierto que hacía un frío del demonio, debería haberme
cogido la bufanda y los guantes de lana que me había hecho mi madre para mi
cumpleaños. En la puerta de la Iglesia, además del mendigo habitual, estaban
dos de mis amigos con las bolsas de deporte en el suelo, charlando. Por su
aspecto despeinado, estaba claro que se habían pegado un madrugón y habían
salido de casa con las sábanas pegadas y el chándal puesto con prisa y desgana,
y que se habían saltado el paso por el baño para limpiarse al menos las legañas
y pasarse el peine. “¿Qué haces por aquí a estas horas? Si fuera por mí aún
estaría sobando. Pero ya que has madrugado, podrías venirte al partido y así al
menos tenemos algún animador y luego nos vamos a tomar unas cañitas” Sin
pensármelo dos veces, asentí y quedé con ellos en la cancha del colegio en
donde se jugaba el partido. Como aún quedaba más de una hora, pensé en tomarme
algo caliente y me dirigí a la churrería que está a dos manzanas de la Iglesia.
“Un par de churritos calentitos me caerán bien con este frío.”
Mis pasos me
llevaron, no obstante, a la calle Alcalá, justo en sentido opuesto a la
churrería. Había salido el sol, el día estaba precioso, así que me deleité
paseando por la acera, mirando los escaparates. Como era pronto, no había
demasiada gente en la calle ni tampoco mucho tráfico, se agradecía el silencio,
bueno si podemos entender que llamamos silencio en una ciudad a la sensación
transitoria de un momento en el que se reduce el ruido habitual. Pasé por
delante de la plaza de toros de las Ventas, la Monumental como le dicen en la
tele, cruzando varios puestos que estaban montando porque seguro que por la
tarde habría corrida a las cinco. Al final de la plaza, vi un quiosco de
periódicos y me di cuenta de que aún no lo había comprado. Seguí caminando hasta llegar a Manuel Becerra
donde se me ocurrió que podría ir al parque de la Fuente del Berro, allí hay
una gran variedad de árboles y lo que más me gusta: los pavos reales. Cuando te
acercas, puedes oír el graznido de los pavos y, si tienes suerte, ver a los
machos desplegando el abanico azul eléctrico que tanto gusta a sus descoloridas
hembras. Un guarda, al verme, me dijo que si le podía echar una mano con la
verja, estaba solo y la verja del estanque de los patos se había caído y no la
podía sujetar solo. Yo, claro, accedí a sujetarle la verja mientras él clavaba
las estacas y fijaba la malla metálica de nuevo.
Llegó la hora
de la comida y yo seguía en el parque y no había comprado el periódico.
En mi casa se
le daban múltiples usos al periódico, una vez leídos los sucesos mi padre lo
soltaba y comenzaba la pelea entre mis hermanos para conseguir los pasatiempos
y las viñetas de humor. Mi madre miraba los anuncios, nunca supe qué buscaba en
realidad, y luego separaba las hojas, las rompía en diferentes tamaños y los
guardaba en el cajón. Una hoja serviría para envolver los plátanos en la nevera
que, según la vecina del tercero, hacía que se conservaran mejor y no se
pusiera negra la piel, otras para limpiar los cristales: “No hay nada como el
papel de periódico para que queden los cristales brillantes y transparentes”.
En fin, que no había dinero y se sacaba partido de todo.
Por aquel
tiempo, aún estaba estudiando y no sabía, ni tenía medio claro, a qué me
dedicaría en el futuro para ganarme los garbanzos. Me distraía con cualquier
cosa y me entusiasmaba con todo aquello
que se cruzaba en mi camino. Pensaba que algo encontraría en los anuncios que
leía mi madre con tanto interés.
Pero llegado
el momento de tomar una decisión, tenía que elegir si seguir estudiando o
buscar un empleo. Y tras este gran enigma, aparece el siguiente: qué carrera o
qué empleo buscar. En este estado de ánimo me encontraba cuando me llamó mi
amigo Nacho para pedirme que le acompañara a la ciudad universitaria para hacerse
la matrícula para Químicas. Y ahí me encontré, haciendo una reserva de
matrícula con él porque igual no estaba tan mal estudiar Químicas. Con todos
los papeles en la mano, nos dirigimos al aparcamiento para coger el coche en el
que habíamos ido, su seiscientos de tercera mano, y en el que pensábamos volver
a casa, pero las cosas nunca son tan fáciles y el seiscientos no quería
arrancar. “Quédate aquí tu mientras yo busco un taller por aquí para que vengan
a ver si lo pueden arrancar con las pinzas. Esperemos que se trate de la
batería” le dije.
Desde aquel
día, Nacho no me ha vuelto a hablar, porque le dejé allí, esperándome hasta
Dios sabe qué hora. Mientras él me esperaba, yo encontré trabajo ese mismo día.
No llegué nunca a un taller, ya que no tenía ni idea dónde ir a buscar uno,
pero según iba caminando por Moncloa vi un cartel en un bar que decía que se
buscaba un camarero experimentado. Sin dudarlo, entré y me ofrecí para el
puesto. Como no tenía nada urgente que hacer y aún era media mañana, me
colocaron detrás de la barra a servir cafés y cañas. No sé cómo les pude
convencer de mi larga experiencia en el sector, creo que estaban realmente
necesitados de ayuda y por el salario que ofrecían y el tamaño del negocio,
aparte del aspecto amarillento y desgastado del papel pegado en el cristal con
un cello medio despegado, era seguro
que ya habían declinado el puesto más de diez antes que yo.
Y sirviendo
cafés y bollos para desayunos y meriendas y cañas y tapas a mediodía y al
anochecer pasaron las semanas. No venían muchos clientes, pero los que venían
eran parroquianos habituales que ya me habían contado sus acabadas vidas y sus
lúgubres existencias. El barrio era gris y sucio, el paso elevado de vehículos
hacía que los gases que emitían a todas horas entraran por las ventanas de los
pisos al abrirlas para airear las habitaciones, por lo que la mayor parte
estaban siempre cerradas y llenas de polvo negro graso. Como, además, llevaba
un tiempo sin llover, una boina de contaminación hacía de tocado, ocultando el
azul de un cielo presuntamente existente más allá de la masa de gases.
Sin embargo,
esta tampoco iba a ser mi vida. Faltaba por llegar aún esa tarde en la que
apareció una chica joven, con aspecto de adolescente con la carpeta apoyada en
su pecho y el bolso de lana tejida colgado del hombro. Llevaba vaqueros y
camiseta: uniforme de estudiante y pidió un té con leche. Era la primera vez
que me pedían eso y yo, claro, ni idea, pero ya había salido de situaciones
como esa con un tanto de ingenio y mucha improvisación. Busqué la mejor copa
que encontré en el armario, que vino a ser una copa de champán que seguramente
ni se había estrenado aún. La limpié hasta sacarle brillo y la llene de leche
caliente y espumosa. Si con mucha espuma, para que viera que somos un
establecimiento con categoría. Busqué en el cajón y encontré unos sobrecitos
con unas etiquetas de colores colgando de un hilo. Me lo pensé bien antes de
coger uno: el naranja era un bonito color así que me decidí por ese y lo coloqué
con estilo en la copa. Añadí una caña de color azul que conjuntaba bien con el
naranja y se la coloqué en la barra a mi joven clienta. Al verlo, abrió los
ojos como platos, lo cual me satisfizo enormemente porque era un signo de que
había acertado con la elección y había conseguido incluso sorprenderla. Después
de esto, seguro que volvería. Pero, tras una sonrisa que no consiguió sujetar,
llegó la carcajada que me sorprendió de
veras y, sin tomarse el té con leche que con tanto esmero le había preparado,
salió por la puerta y no la volví a ver
por allí nunca más.
Fue desde
aquel incidente cuanto comenzó mi obsesión con las mujeres. Ya estaba crecidito
y aún no había besado nunca los labios rosados y jugosos de una chica. Como no había mucha clientela en el bar,
pasaba las horas hojeando el periódico. Y, tal vez por herencia materna, lo que
más me entretenía era ver los anuncios por palabras. En esa sección es dónde
encontré el anuncio de “Contactos” para solteros que buscan su pareja ideal,
con garantías, ya que te hacen un perfil de manera muy profesional. Primero fue
Ana, demasiado seria para mi, que bastante aburrido soy. Luego Mati, ¡qué
loca!, imposible seguir su ritmo y además me costaba mucho dinero porque
teníamos que ir de antro en antro y beber una copa al menos en cada uno. Sussy,
Carmen, Matilde, Virtudes, Jenny,… Se ve
que el perfil no me lo hicieron tan profesionalmente como anunciaban, porque
sigo buscando mi media naranja y no hacen más que ponerme en contacto con todo
tipo de medias frutas que no hay manera de encajar en mi vida. Las ultimas con
las que salgo me da que tienen un perfil más profesional porque no hacen más
que mimarme y hacerme cariñitos, pero cada vez me salen más caras. He pensado
que si en los anuncios del periódico encuentro un trabajo mejor pagado del que
tengo, me sería más fácil retener a una chica, hacerla mi novia.
También fue de
nuevo en el periódico donde encontré la solución a mis problemas: “Preciso socio para negocio de servicio de
ciclo completo al cliente. Se requiere experiencia y habilidades en la
compostura y presentación profesional de finados. Se valorarán aptitudes de
trabajo en equipo. Se asegura inicio de tareas con material de primera calidad,
entregado tras un minucioso trabajo bien hecho dentro de la sociedad. Limpio.
Con precisión de cirujano. Se aporta buena cartera de clientes, siempre bajo
pedido. Abstenerse titulados en criminología. Incorporación inmediata.”
Acepté
por supuesto el trabajo y me hice socio del anunciante. Yo me dedico a lo mío
que es acicalar cadáveres para que luzcan lustrosos y presentables en el ataúd.
Además estoy más que feliz porque la mayoría, si no todas, son mujeres con las
que paso la mayor parte del día. La parte de mi socio, es suya. No me meto en
ella, cada cual a lo que sabe. El me llama cuando se precisan mis servicios y
yo estoy dispuesto para dar lo mejor de mi arte en la composición y el arreglo.
Me dicen que lo hago muy bien, que parece que las hago revivir cuando las
presento.
Pero aun
estando contento y a bien con mi socio, hay algo que no termino de ver claro en
el negocio y es cómo le llegan a él los clientes, clientas a decir verdad,
porque las finadas son siempre mujeres. Nunca hablamos de eso y yo no me atrevo
a preguntar. Cuando lo pienso, creo que algo tiene que ver el periódico, porque
desde que le enseñé los anuncios en los
que yo encontraba mis “contactos” el negocio va a toda marcha…