Normandie

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martes, 17 de noviembre de 2015

El último quiosco



No puedo iniciar bien el día sin un café doble y un periódico en mis manos. Por eso, tras asearme brevemente, esta mañana salí de casa y me dirigí al quiosco de mi barrio a comprar la edición matutina del diario para desayunármela con el café en el bar de Marcial.
            Para sorpresa mía y de mi estómago, estaba cerrado. Un cartel espontáneo, escrito con prisas, con desgana, indicaba que el quiosco cerraba tras veinte años de servicio por caída del negocio. Qué va a ser de mí, pensé. Con quién voy a desayunar el resto de mis días…Y es que mi barrio se ha hecho viejo, como yo. Recuerdo, cuando era chico, salir de casa con unas pesetillas en la mano para comprarle el periódico a mi padre. Porque en las casas quienes leían las noticias eran los cabezas de familia, los varones, los responsables de sacar la familia adelante con su trabajo. Me encantaban los quioscos con sus paredes forradas de revistas, libros, y sus estantes guardando los cromos de las colecciones de animales, motos o fútbol. Y qué decir de las golosinas, prohibidas expresamente por mi madre que se había gastado un dineral en un empaste.
            El quiosco era el centro del barrio, allí nos saludábamos los vecinos, nos chismorreábamos los cotilleos y comentábamos las últimas noticias del gobierno y sobre todo, los sucesos, tan morbosos para la conversación. No se podía llamar barrio a unas calles de viviendas si no tenían su quiosco, que les daba entidad. En el barrio todos nos conocíamos y sabíamos a qué nos dedicábamos. Éramos como una gran familia. Cuando habíamos leído el diario, se lo pasábamos a los que estaban más apurados y no podían comprarlo, quienes, después de leerlo con pasión, por ser gratuito, lo dedicaban a empapelar el cubo de basura o a envolver los plátanos para que duraran más sin ponerse feos.
            Pero la mayoría ya se fueron del barrio y apenas quedamos dos o tres de los de entonces. El barrio se ha llenado de gentes que han llegado de otros mundos, hablan otras lenguas y rezan a otros dioses. El quiosco ahora había incorporado baratijas a su oferta, y barras de pan, ramos de flores y otros dislates, vamos, que ya no era lo que conocíamos como quiosco. Y es que todo se adapta a los tiempos. Y los quioscos, también.
            Ya se despidió el viejo Manolo, con su mano torcida y deformada por la talidomida que tomó su madre, desde el principio atendió el quiosco dando conversación a los ancianos que salían a sentir el calor del sol en sus huesos doloridos, a las amas de casa que siempre se quejaban de lo cara que estaba la compra y lo carero que era el mercero, a los chavales que intentábamos sacarle más golosinas por un duro y a los trabajadores que antes de volver a casa a cenar, compraban a edición vespertina para leer mientras esperaban sentados en el sillón de oreja a que estuviera dispuesta la cena.   Ahora lo atendía un chaval de color, que siempre tenía puestos los cascos escuchando música que podíamos oír hasta en la plaza, y se limitaba a cobrar y dar las vueltas. Pero cada vez se veía menos prensa y más abalorios. Y eso no es un quiosco, mire usted.
Ayer desahuciaron a mi viejo amigo Andrés, le sacaron a tirones de su casa porque la pensión se quebró y aún quedaba hipoteca. Yo le pasaba los periódicos, que quitan el frío bajo el jersey y sobre la acera donde está durmiendo. Ya solo cuatro viejos comprábamos la prensa. Hasta hoy. Ya no tenemos quiosco. Qué va a ser de nosotros…

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Vivir en comunidad




En toda comunidad que se precie hay un vecino que odia los animales, y no lo puede remediar. Es un odio heredado, primigenio, inexplicable.  No es el fruto de una mala experiencia, en cuyo caso un buen psicólogo podría tratarlo y conseguir que se supere la fobia, viene de las raíces del propio ser humano, de cuando vivía en una cueva y no conocía el fuego para alejar a las alimañas que buscaban festín con que aplacar el hambre. Ver a un amigo, padre, hijo o mujer siendo devorado, desgarrado por las fauces de una bestia, no sería nada agradable y, cuando no se tienen armas ni medios para salir victorioso de una lucha cuerpo a cuerpo con una fiera, me atrevo a decir que debía ser de lo más frustrante para un hombre. Un hombre que estaba obligado a mostrar su fuerza, su valentía, su poder ante la tribu. Un hombre que, en un momento dado, decide que esto no puede seguir así y empieza a buscar en la Naturaleza, en el entorno, la solución que fortaleciera su humana debilidad. Y prueba con las piedras, y prueba con las ramas, y prueba y prueba, mientras sigue conviviendo con la muerte de cerca.
             El tal vecino tiene en el forro de su vida ese afán de superar la frustración que siente cuando ve llegar un perro hacia su portal, su cueva. Y en él se desencadenan los más íntimos deseos de lucha, provocados por ese domesticado y tranquilo animal de compañía. Como Don Quijote ante los molinos, el ve la fiera inmemorial que ha desgarrado con sus fauces a los miembros de su especie, allá por la Edad de piedra. Y toma consciencia de lo débil que se es dentro de una sociedad que ha puesto reglas contra natura, donde no debes dar un buen puñetazo al que te insulta porque conllevaría una pelea con la consiguiente alteración del orden, y mucho menos sacar un arma por estar prohibidas, sea blanca, sea de fuego, aunque sea ese el mandato de tu ansia. Es ese momento en que el impulso vital queda reprimido ocupando un espacio más en la colección que guarda en el forro este vecino. Y, como su ancestro, empieza a buscar en la sociedad, en el entorno, la solución a su personal debilidad. Y prueba con leyes, y prueba con normas, y prueba y prueba, mientras ve  cómo su frustración crece recluida en su pequeña propiedad horizontal.
             Quizás esas fueron las razones, o tal vez no, quién sabe, por las que empezó a malmeter a los vecinos sobre los problemas que derivan de admitir animales en la comunidad. Que si ladran a horas intempestivas, lo cual es molesto para los durmientes que se levantan al amanecer para acudir a sus trabajos, que si desperdigan sus excrementos por todas partes, lo cual es insano para  los niños, hijos de los vecinos que comparten zonas comunes con las alimañas, quise decir mascotas, que si supone un peligro real: una fiera siempre será fiera cuando le salga el instinto, y nunca se sabe si un día tendrán que lamentar la pérdida de un pequeño por el ataque de un animal, que en vez de ahuyentado, ha sido admitido a vivir en sus guaridas.
            Y como por el lado de la ley, los perritos continúan paseándose por los descansillos, tan tranquilos, y los vecinos le miran con desprecio tras haber sido testigos presenciales de alguna que otra patada en el morro a galgos y podencos, empezó su búsqueda obsesiva de mecanismos de defensa contra la maldad de esas alimañas que engañan a la comunidad, con su aspecto manso que oculta un sanguinario instinto agazapado en su interior, esperando despertar a la primera oportunidad.
            Ayudado por la ciencia que se revela en internet, le fue fácil buscar remedios y recetas, dónde encontrarlos y cómo fabricarlos. Incluso resulta divertido esto de la química. De hecho, se ha montado un auténtico laboratorio clandestino en la cocina, en donde prueba diferentes combinaciones de productos antes de decidir cuál es la idónea. Tanto le ha gustado, que ahora se pasa las horas haciendo pasteles y tartas, cocidos, sopas y guisados, y recientemente hasta se atreve con el arte de la coctelería. Como no tiene familia cercana y es de pocos amigos, terminan los restos sus obras maestras en el cuarto de basuras, que ahora desprende un aroma a restaurante fino, muy atractivo para los amigos felinos y caninos. Hasta se acercan urracas últimamente atraídas por la irresistible fragancia. Y es que los cuartos de basuras dicen mucho de los que a él acuden, si son de tirar muchos envases de comida precocinada o sólo tiran lo que ya ni cabe en la ropa vieja que se hizo con los restos del cocido. Si desechan los bonitos envases de caros perfumes o los trapos rotos que se usaron para limpiar cristales tras hacer jirones a las sábanas inservibles. Un cuarto de basuras es como un análisis de sangre de una comunidad de vecinos, en él se ve el estado de salud de los que allí habitan.
             Creo que ese pudo ser el motivo de que estuviera ayer la policía por aquí. Dicen que se encontraron un perro, un par de gatos y alguna urraca muertos en el cuarto de basuras.  Y pensaron que  habrían comido algo en mal estado robado a las bolsas de basura. Lo que no sabíamos aún era que en el delirio de la alquimia, y la alta cocina, uno de los nuestros había confundido la sal con la estricnina y los restos de un estupendo asado de buey habían sido la causa de tamaña atrocidad además del lavado gástrico que hubo que administrar al viejo chamán, defensor de la tribu.