Normandie

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martes, 30 de junio de 2015

La casa encantada


—Vamos, no seas estrecha, en la casa no hay nadie y nadie nos va a ver entrar.
—Tengo miedo, tío, se cuentan muchas historias de lo que les ha pasado a los que entraron en la casa. Dicen que está maldita.
—Cosas de viejos. Mira, voy a entrar, me esperas aquí y verás como vuelvo igual que entré. Eso sí, cuando salga, entramos y nos damos un revolcón. Mira, he traído vodka del bueno, que sé que te pone.
—No seas gilipollas tío, no quiero quedarme sola aquí. Espera, espera…no me dejes aquí…

 Así que entré a una casa medio en ruinas, sucia, llena de derribos, restos de hogueras, latas y jeringuillas sucias tiradas.  Sentí que no estaba solo pero no me creo las historias de los viejos, así que seguí avanzando por los espacios entre los restos de muros que quedaban en pie. Al dar la vuelta a uno de ellos, sentí un golpe que me hizo caer. Al intentar levantarme, una mano me sujetaba fuertemente contra el suelo y una jeringuilla tocaba mi cuello, amenazándome. «La he cagao». Es lo único que se me vino a la cabeza antes de darme cuenta de que tres tipos, además del que me sujetaba, me miraban con una sonrisa malévola.

La voluntad encantada


Aún no se qué me hizo acercarme a la casa, esa casa que tanto odié en mi infancia y que, desde entonces, no había vuelto a pisar hasta ahora. Tal vez fue la tormenta, o las campanas de la vieja iglesia, quizá el olor a la cebada húmeda de los campos en septiembre. Todas aquellas sensaciones se confabularon en mi mente para empujarme de una forma irremediable a cruzar el umbral del agujero de gusano que me ha transportado a este espacio intemporal que arrastra mi voluntad.
Los jirones de cortinas y tapices se enrollan en mi pensamiento, impidiéndome orientar con claridad mis pasos. Las termitas horadan, invisibles bajo la piel, mi cuerpo de madera, dejando las vísceras a los carroñeros que esperan, pacientemente, en los barandales de los balcones heridos por la herrumbre de los años de olvido.


Oigo cantos lejanos de letanías de muerte que huelen al perfume de los lirios y azucenas que han dejado los espíritus de mis antepasados posados a mis pies. Siento un pánico irracional que me empuja a gritar para salir del círculo encantado,  pero sólo oigo las olas del mar rompiendo contra el dique del presente. La locura finalmente me ha atrapado y me ha hecho firmar un contrato de por vida, que, irremediablemente, me obliga a vivir en la morada que erigieron mis ancestros, atrapado entre balaustres de oro y partituras de responsos incesantes.

domingo, 21 de junio de 2015

Se pasaba el arroz

    ¿Cómo va esa paella, Marisa?
—Muy bien, ya está a punto. ¿Está puesta la mesa?
Sí, venía a por unas copas y una botella de buen Rioja.
—Sabes que no tomo vino.
Claro, pero Rita si y es nuestra invitada. ¿Saco ya la paella?
—Vale, lleva tu esta y yo llevo la que está en el fuego.
    ¿Dos? Si somos tres y los niños…
—He pensado que es mejor hacer de dos tipos por si no le gusta el arroz a banda que no lleva nada, puede tomar la de verduras, que es más sabrosa. Pon la de verduras para ella y para mí y tú compartes el arroz a banda con los niños.
    ¿Qué lleva la de verduras? Nunca habías echado setas en la paella…
—En algún momento hay que probar nuevos sabores y hoy estaba de oferta en el mercado, es temporada de setas.
    ¿En Agosto? Serán cultivadas o congeladas, vete a saber. Vale, no te preocupes, ya saco las dos yo y, mientras voy sirviendo, puedes arreglarte un poco.
    ¿Arreglarme? Claro, ya voy, claro. Creía que iba a ser una comida informal, familiar…
    ¡Cuánto has tardado Marisa! Se pasaba el arroz y les he dejado a los niños que empiecen porque estaban muertos de hambre y he reservado el arroz a banda, que parecía más entero, en la cocina para nosotros tres, con una tapa para que no se secara tanto el arroz. Además, me ha dicho Rita que adora el arroz a banda. Voy a por ella.
    ¿Que has puesto la de verduras a los niños? ¡Noooooo!
    Marisa, Marisa… ¿Qué te pasa? Marisa…