Un día como
tantos días, acompañada de mi rutina que es una vieja amiga y conocida, nos
dejamos arrastrar por las escaleras mecánicas hacia los túneles del inframundo
en los que una multitud de parejas como la nuestra se concentran adormiladas y
aburridas para trasladarse bajo la ciudad soportando una jornada más que no les
llevará a ningún futuro.
“Próximo tren en cinco minutos…”
Me entretengo
fisgoneando a los que me rodean. Estoy sentada esperando. Veo a mi derecha un
túnel negro y oscuro. Un anciano se sienta a mi lado y me habla. No tiene
a nadie y yo le escucho. ¡Tiene tantas historias atascadas que contar! Le
sonrío y veo que lo agradece por la expresión de sus ojos. Es dura la ciudad
para los que no tienen camino. Aquí, sentado a mi lado, espera como yo. Se une
a mi destino olvidando su origen.
“Próximo tren en cuatro minutos... “
Me siento bien.
El tiempo que a mí me sobra a él le falta. Se lo regalo. Nos conocemos desde el
origen, pero solo aquí donde no llega la luz y todos nos parecemos. Donde el
olor que impregna las paredes lo llena todo, lo tapa todo, lo iguala todo.
“Próximo tren en tres minutos... “
Gracias hija
por estar conmigo. Gracias por empujar este minuto hacia un lugar que no
imaginaba cuando llegué. Por dirigir mis pasos hacia un abrigo, allí dentro del
túnel.
“Próximo tren en dos minutos... “
Mañana
me gustaría volver a contarte historias pero ya no estaré, me habré
perdido. Tú seguirás esperando mirando a ese túnel y no recordarás haberme
conocido. Tú seguirás...
“Próximo tren en un minuto... “
Por qué me
mirará ese hombre vacío... Me subo al metro sin encontrar un sentido…
“Próxima
estación Barrio de la Concepción”
Llego a la
estación destino y desciendo del convoy. No sé muy bien por qué estoy en esta
estación, pero si he llegado hasta aquí, es porque quería ir a algún sitio, que
no recuerdo. Me siento incómoda, paseo por el andén y me acerco al plano del
metro. Barrio de la Concepción. En un principio fue la concepción.
“Próximo tren en cinco minutos…”
Me acerco al
centro del andén, donde hay menos gente esperando para acceder más cómodamente
a una de las puertas. A mi lado una niña aprieta la mano de su madre, para
fundirse con ella y que nada ni nadie las pueda separar.
“Próximo tren en cuatro minutos... “
Yo también era
una niña y me llevaban mis padres de la mano. No se sueltes, me decían, que en
el metro te puedes perder y alguien te podría llevar y nunca más volveríamos a
vernos. Yo apretaba mi manita dentro de la manopla para no soltarme de esa mano
que me aseguraba tranquilidad y alejaba mis miedos. Recuerdo que al llegar
pasábamos por una heladería en la que vendían polos de hielo de sabores a una
peseta. Un palillo redondo sujetaba un cilindro de delicioso hielo con sabor a
limón, mí preferido, o a horchata, el que le gustaba a mi madre. Para cuando
acababa el polo, ya habíamos llegado a casa de mi tía, a la que íbamos a
visitar y yo me quedaba jugando en el jardín al que daban los dos portales de
las casas, con mi prima y sus amigos. Aún tengo grabado ese olor a cola de
carpintero y a serrín que salía de los bajos al lado del portal.
“Próximo tren en tres minutos... “
La niña me mira
con recelo mientras le sonrío. Apoya su carita en la cadera de su madre, para
sentirla, para avisarme: estoy protegida, no te acerques. Pasan los minutos sin
consciencia y de nuevo estoy desplazándome en el metro, de pie, sujetándome
casi de puntillas a una barra horizontal paralela a la dirección de las vías
que me guían.
“Próxima
estación Núñez de Balboa”
Desciendo
empujada, arrollada por los viajeros a una estación que me resulta familiar. En
ella, espero. Recuerdo haber vivido esta situación antes. Esperaba también en
un andén a que alguien llegara, me vuelve ese sentimiento de ansiedad y de
búsqueda entre la multitud, esperando encontrar una mirada conocida. Recuerdo
que venía a esta estación cuando venía al colegio. Hace tantos años…
“Próximo tren en cuatro minutos... “
Me encantaba
pasarme las horas riendo y charlando con ella. Nos reíamos de todo porque todo
lo amábamos y sentíamos que podíamos comernos el mundo, teníamos esa sensación
de estar por encima de todo y de todos, nosotras, nuestro mundo, era lo único
que nos importaba. Éramos tan jóvenes…
Cuando íbamos a
clase quedábamos en esta estación, dentro, en el andén esperaba la que llegaba
antes. La estación como ahora, era oscura y gris, un poco agobiante, como son
las estaciones por la mañana temprano, tan llenas de gente medio dormida, mal
peinada por las prisas, corriendo desde los pasillos o esperando con abulia la
llegada del próximo convoy. El olor a polvo húmedo y a metal de los raíles se
unía al los perfumes mezclados con los sudores de los que no habían tenido
tiempo para la ducha de la mañana, creando una ambiente nauseabundo. Los viajeros apretados en el andén, leían,
dormitaban, entretenían la espera fijándose en los demás o robaban conversaciones
ajenas para pasar el rato.
“Próximo tren en dos minutos... “
En medio de esa
monotonía, llegaba ella y, desde ese momento, dejaba de ver al resto, mi mirada
sólo se centraba en los pasos que le quedaban para llegar adonde yo me
encontraba. Todas las demás sensaciones desaparecían cuando nos encontrábamos y
no parábamos de hablar, de cotorrear las dos a la vez lo que habíamos hecho la
tarde anterior. Y no eran grandes aventuras ni excitantes actividades, pero
eran nuestras vidas, nuestras sensaciones, nuestros aprendizajes juveniles. Nos
encontrábamos como en una burbuja que nos aislara del entorno, como en un palco
privado en el andén, a cubierto de las miradas de los demás.
“Próximo tren en un minuto... “
A veces traía
un bollo recién comprado en la panadería “para desayunar algo antes de clase” y
yo la miraba cómo lo saboreaba casi con lujuria, cómo recogía con la lengua los
restos de crema que le habían quedado pegados a las comisuras de la boca.
Sentía el dulzor de la crema en mis labios mientras la miraba a ella. Un día,
como tantos, empezó a saborear su napolitana de crema, pero se detuvo, me miró,
me sonrió y me alargó un envoltorio que había mantenido escondido. “Una
napolitana para mí… ¡para mí! Qué tía tan estupenda eres, ¿cómo se te ha ocurrido?”.
Pero la guardé en mi bolsa excusándome “la dejo para el descanso, que yo ya he
desayunado”. Me miró sorprendida y terminó su bollo de un bocado porque llegaba
el metro y no podíamos perderlo.
“Próxima
estación Ópera”
Recuerdo
bajarme en esta estación con mi bolsa que guardaba mis medias, el maillot, las zapatillas rosas de media
punta, y con mi moño de bailarina que cada tarde me recogía apenas sin mirarme
al espejo por la costumbre.
Adoraba las
clases de ballet, siguiendo los ejercicios con el ritmo que marcaba el
pianista, porque por entonces había un piano y un pianista en la sala además
del profesor que nos hacía estirar al máximo nuestros músculos en desarrollo y
buscar la perfección en cada gesto, siempre acompañado de una sonrisa forzada
por la tensión.
Nos reuníamos
todas en los vestuarios, para dejar el abrigo y cambiarnos, pasar de escolares
en uniforme a pequeñas hadas en rosa palo. Nos transformábamos en aquel
vestuario, hasta nuestra forma de hablar y de movernos cambiaba por completo.
Estábamos como formando parte de un cuadro de Degas, todo sutileza y elegancia
dentro de la improvisación y espontaneidad de la infancia.
“Próximo tren en dos minutos... “
Lástima que
esta época se truncó demasiado pronto. Un error en un expediente administrativo
me alejó inicialmente de mis compañeras y, finalmente, de la danza.
“Próximo tren en un minuto... “
Aquí llega mi
tren
“Próxima
estación Esperanza”
Esperanza…tal
vez lo que tengo que hacer es decidir lo que quiero, marcarme un camino y, paso
a paso, avanzar. No dudar, no volver. No se puede vivir en el pasado, no se
puede pagar por el pasado, ahora estoy en el vagón y es la única realidad y mis
próximos pasos consistirán en salir del vagón, buscar un cartel que indique
“SALIDA” y dejarme llevar por túneles y escaleras hacia la superficie, hacia el
aire no viciado de las calles. He de darme cuenta y ser consciente que soy yo
misma, únicamente yo quien me ha retenido escondida en estos túneles, yo con mi
propia historia pidiéndome cuentas que no le debo.
Con temor,
pulso el botón de la puerta, ésta se abre y salgo al andén. Ahora ya no hay
nadie. Estoy completamente sola, no puedo
fijarme en las vidas de los otros, no puedo hacer vagar mi imaginación
en otras horas, sólo tengo que centrarme y salir. Veo el cartel, está ahí
“SALIDA” me dirijo hacía él y me incorporo a un pasillo que me lleva a una
infinita, interminable escalera mecánica. Me agarro con fuerza al pasamano,
como si quisiera evitar caer desde la altura. Miro hacia arriba, debo evitar
volver la cabeza, mirar hacia atrás.
De fondo,
escucho una música que va creciendo en volumen, grupo de aficionados que
muestran su talento a los que se atreven a escuchar. Notas que se pierden en la
nada cuando no hay público porque los que pasan atropelladamente por delante,
no oyen. Pero no hay nadie. Al llegar al final de la escalera veo un cartel que
indica: LINEA 4: CANILLAS, MAR DE CRISTAL, SAN LORENZO,. Y decido seguir esa
dirección por lo que me encuentro bajando de nuevo las escaleras mecánicas
hasta el andén que acabo de dejar hacer unos instantes. No hay nadie esperando,
no hay contador de minutos de espera…en cuanto pongo un pie en el andén, en
metro llega y me acoge, abriendo sus puertas.
“Próxima
estación Mar de Cristal”
He llegado a mi
parada. Esta vez sí, subo corriendo por escaleras y pasillos y alcanzo la
puerta de salida. Salto hacia el mar de cristal que aparece ante mí y me diluyo
en sus olas.