Normandie

Normandie

domingo, 27 de marzo de 2016

La herencia




Valeria era la menor de las dos hijas de un matrimonio de clase media de un barrio de las afueras de Madrid. Su padre, administrativo por las mañanas en una empresa de construcción, dedicaba las tardes a llevar las cuentas de varias comunidades de vecinos, para sacarse un sobresueldo que les permitiera llevar a las chicas a una escuela de pago, además de ir amortizando los plazos de la hipoteca de la casa que se compraron cuando se casaron. De costumbres tradicionales, con gran preocupación por cumplir con la religión y la tradición, los padres de Valeria llevaban una vida triste y aburrida. La rutina se sucedía de lunes a sábado y continuaba tras un no menos monótono domingo en que, si bien cambiaba la actividad porque salían a la Misa de las doce, esta se repetía domingo tras domingo. La madre de Valeria tenía un carácter débil y asustadizo, lo achacaba al miedo que pasó cuando era niña, durante los años de la guerra. Cerraba cada noche la casa con dos cerrojos y una cadena con un candado, para que no les sorprendieran durmiendo si entraban a robarles. Tenía obsesión por la limpieza, si al subir de jugar en la calle encontraba la mínima sombra de una mancha en la falda o en el jersey de Valeria, no tardaba en llevarla a la habitación para cambiarle la ropa. Y así cada día, al volver de la escuela no podían quedarse a jugar sin antes haber subido a lavarse y cambiar sus ropas con olor a lápiz y tiza por un nuevo hato preparado en la silla de la habitación, sobre el que debían ponerse un mandilón mientras estaban en casa para no mancharse con las migas del bocadillo de la merienda.

            Los padres de Valeria ya tenían pensado el futuro de sus dos hijas: Ana, la mayor, responsable, seria y acomodadiza, sería maestra, enseñaría y cuidaría de los hijos de los demás hasta que encontrara un marido y tuviera que encargarse de los suyos propios. A Valeria, al ser la menor de las dos, le esperaba una vida muy distinta: sería enfermera cuando acabara los estudios. Una enfermera es la mejor elección para quien tendrá que ocuparse de cuidar a los padres cuando ya ancianos no puedan valerse por sí mismos. Pero Valeria había heredado el nombre y el carácter de su abuela paterna, una mujerona fuerte y valiente que había conseguido sacar adelante a sus once hijos a pesar de haberse quedado viuda desde muy joven. Su hijo mayor, el padre de Valeria, había adoptado siendo casi un niño la figura del padre perdido y con ello un carácter represivo e intolerante con los que él supuestamente protegía. La abuela Valeria ya no estaba con ellos, se fue de este mundo hacía apenas un mes, y se llevó con ella la alegría de la nieta Valeria, que solo tenía ocho años. Ella le había enseñado a contar cuentos, a hacer las albóndigas más redondas que jamás volvió a ver, a reír, a jugar a las cartas, a coser vainicas y, sobretodo, a dibujar. Y eso era lo que quería hacer Valeria: pintar, ser pintora de retratos, de paisajes, reflejar en un papel un mundo colorido y alegre, lleno de manchas y de matices. Ahora que ya no estaba la abuela, ya no podía ir a refugiarse a su casa para pasar la tarde, escuchar sus cuentos y poder pintarlos con tizas en el papel de estraza gris de envolver la fruta. Se escondía en su habitación que compartía con su hermana cuando no estaba ella, para que no se lo chivara a su padre. Ya lo había hecho antes: Ana la envidiaba por ser tan alegre, tan espontanea, por tener esas manos y esa capacidad de representar escenas maravillosas en una hoja de papel. No podía contar con ella.

            Una tarde, al volver de la escuela encontró sentado a un joven en el parque. Había colocado un caballete y pintaba los árboles con pinceles de distintos tamaños y una maravillosa paleta llena de colores. Se sentó a su lado a mirar cómo mezclaba los colores como obtenía diversos tonos de verde con azul, amarillo y blanco, como capa tras capa, convertía las manchas de pintura en un precioso jardín con unos niños jugando en un lado. Al pintor le hizo gracia ver el interés de la niña por su pintura y le dejó que fuera ella quien mezclara los colores. Cuando empezó a ponerse el sol, recogió sus trastos y le regaló un pincel. Valeria corrió a casa y entró corriendo a su habitación para esconderlo bajo el colchón de su cama, se lavó y se cambió de ropa para que no se notara que se había retrasado al volver de la escuela. Cuando salió a poner la mesa para cenar, vio que su padre estaba hablando con alguien en la salita. Le preguntó a su madre, pero esta esquivó la pregunta y le mandó a poner la mesa para cenar, que ya era tarde. 
            Salió su padre seguido de su hermano menor, ambos muy serios. Se miraron entre si y miraron al resto de la familia que ya estaban sentadas a las mesa. El tío les contó que la abuela apenas había dejado nada, pero habían encontrado, al recoger los enseres de la casa, un paquete en el que aparecía escrito: «Para entregar a mi nieta Valeria, cuando yo ya no esté». Y se lo alargó a Valeria. Aturdida y asustada, no sabía qué hacer, pero su padre le animó a que los abriera, las últimas voluntades son sagradas, dijo muy serio. Valeria quitó el papel de envolver y descubrió, con lágrimas en los ojos, cuadernos de pintura y una caja de madera con pinceles y pinturas de todos los colores además de una carta cerrada en la que estaba escrito con letra torpe: «Para mi querido hijo mayor». La abrió y leyó en voz alta: «Querido hijo, creciste antes de tiempo perdiendo tu niñez y tu juventud al faltar tu padre. Sé, aunque nunca lo dijiste, que siempre te gustó el teatro. Nunca tuvimos dinero para gastar en una entrada. Por eso le pedí a tu hermano que te comprara, con lo poco que pude ahorrar de la pensión, dos entradas para butacas de patio en el Teatro de la Comedia. Cómprale un bonito vestido a tu mujer y divertíos un poco, una noche al menos, que la vida es muy corta. Dale a mi nieta Ana mi peineta y mi chal, que siempre le gustó y manda a la pequeña Valeria a clase de dibujo porque ha nacido con arte y eso es un don que se lo da Dios a quien quiere. No le contradigas. Tu madre que siempre te ha querido. Valeria.»

martes, 15 de marzo de 2016

La mujerzuela de Veracruz



Todos se les quedaron mirando y llevaron la mano a la empuñadura de la espada en un movimiento automático cuando entraron en la cantina. La vestimenta que llevaban los extranjeros no era la que estaba al uso en aquellos días entre los bucaneros. Pero los recién llegados ni se inmutaron, continuaron hacia la barra y pidieron, con marcado acento inglés, que les sirvieran ron. Tras ese momento, las conversaciones bajaron el tono y miradas furtivas les acecharon desde todas las mesas.
─¿Está preparado ya el galeón? ─dijo el más fornido y posiblemente el de más edad de los dos.
─Esperando el amanecer ─contestó el más joven.
Dieron ambos un trago mientras veían bajar por la escalera a un hombre con el torso descubierto, fuerte y bien parecido, rodeado de mujerzuelas con las ropas descolocadas. Bastó una mirada hacia la barra para que se soltará de un empujón de sus acompañantes y dando un salto cogiera una espada que había pillado cerca de dónde se encontraba y se acercara hacia donde bebían los extranjeros:
─Vaya, vaya, Henry y Francis ¿qué hacen dos corsarios ingleses en Veracruz?
El silencio se apropió de la cantina, las mujeres corrieron al piso de arriba. Solo lo rompió el sonido de los cristales de una botella de ron al golpear la cabeza del más joven de los extranjeros, para que se iniciara la pelea. No todos eran lo que parecían, de algunas mesas llegaron más corsarios ingleses que habían permanecido ocultos bajos sus capas y sombreros. Henry no dudó en desenvainar y enfrentarse al pirata español. Francis se recuperó cuando le iba a llegar un segundo botellazo que logró esquivar, empuñó la espada y con un corte en la pierna del atacante le hizo caer, lo que basto para que le hundiera la espada en el pecho. Mientras, Henry se empeñaba en su lucha con el español.
Fue entonces cuando se escuchó el primer cañonazo. Todos se quedaron inmóviles, con las espadas en guardia, escuchando, sorprendidos. Henry rompió el silencio.
─Veracruz ha sido tomada para la corona británica, rendíos, no tenéis nada que hacer.
Un segundo cañonazo y temblaron las paredes de la cantina. Saltaron esquirlas por doquier y vieron cómo uno de los muros caía y les permitía distinguir a un galeón fondeado en el muelle dirigiendo sus cañones hacia la ciudad. No se percataron de que mientras miraban al galeón, una de las mujerzuelas que se había refugiado tras la barra de la cantina se había hecho con una espada y se la había clavado al gran Henry por la espalda, ni siquiera le había dado tiempo a Francis a reaccionar. Fue el español, caído su adversario, quien lanzó un espadazo contra él y de un tajo le dejó malherido.
Ninguno de los allí presentes fue consciente de que una mujer de mala vida impidió a los corsarios ingleses que conquistaran Veracruz.