No sé cuando comenzó esta
enfermedad que me martiriza y me socava. Mis pasos me dirigen hacia la puerta
pero, en cuanto me acerco, mi estómago llena todo el espacio y me hace correr
al lado más alejado de la estancia. Tienes que superarlo, me digo, pero no lo
consigo. Me siento y pienso en el tiempo que llevo sin salir. Intento entonces
acercarme a la ventana para al menos mirar el exterior, pero no la encuentro.
Recuerdo que antes, cuando salía, disfrutaba lavándome el pelo, el olor a
champú, sentir el agua de la ducha caliente recorriendo mi cuerpo,
acariciándome. ¡Qué placer! ¿Dónde estará ahora el cuarto de baño? ¿Habrá
desaparecido como el resto de la casa? No recuerdo qué pasó, qué fue lo que
acabó con todo, con mi vida. Acaricio mi pelo y miro mis uñas, negras y rotas.
Si pudiera salir… Me acerco de nuevo a la puerta, llevo la mano al pomo, lo
giro y se abre justo en ese instante una cancela por
la que alguien introduce una bandeja con algo de comida y agua. Sobre ella una
nota: “Mi amor, sabes que te quiero. Eres mía”. Sí, me quiere, cómo
puedo dudarlo. ¿Me quiere? ¿Me quiere? Me dirijo entonces con decisión hacia la pared del fondo en el cubículo en el que vivo, dibujo un rectángulo y,
girando el pomo, me decido y salgo al exterior.
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