Si escribo un cuento debo inexcusablemente buscar un conflicto que le dé
sentido y nombre. Mientras escribo, se va narrando en el texto mi propio
conflicto: ¿si no subyace un conflicto explícito esto que escribo no se llama
cuento? ¿no es digno de ese nombre? Y este razonamiento me lleva a iniciar la
búsqueda de una categorización para el texto que ahora tecleo.
Una vez llegados aquí se precisa un punto
de giro, así que me pongo a girar hasta que la brújula cambia de orientación aun
sin haberme movido de donde me encontraba. Una vez introducido en el pre-giro
el texto al que cuento no puedo llamar, continúo buscando un desarrollo
escénico-temporal y el personaje principal o protagonista que identifico
fácilmente centrando la idea de que sea el propio texto. Y otro que le acompaña
para ayudarle a conseguir su éxito o, lamentablemente, a fracasar. Me decido
por un personaje facilitador que será quien encuentre este escrito tirado,
abandonado sobre una mesa del Starbucks de la plaza de Neptuno, a las seis y
media de la tarde.
El tal personaje que lo encuentra echa una
ojeada a su alrededor, coge el texto ajeno con curiosidad primero, con avaricia
después y lo esconde en su bolsillo. Pide el té chai latte con leche de soja y pastel de zanahoria y se sienta,
relajado, en un cómodo sofá con cara de autor consagrado. Saca el texto hurtado
y se pregunta antes de abrirlo: ¿qué será esto? Es el preciso instante en que
se descubre el conflicto que hace digno de su nombre a este cuento: Cuento. Me
llamo Cuento.
Costaba hilar las frases, pero no por mor
de lo estético, sino por encorsetar las ideas a las normas, buscar conflicto
¿es esto un conflicto? buscar puntos de giro, desarrollar, buscar cierre con
epifanía. Por dónde empezar. A estas alturas, tras veinte líneas, aún estoy preguntándome
qué es lo que quiero contar. Por descontado evitando lo abstracto, que lo
personal y concreto tiene más tirón. Y es que la teoría me ha calado, pero no
es suficiente.
Se me acaba de ocurrir al releer lo que
hasta aquí ha salido que estoy escribiendo al estilo del soneto que mandó hacer
Violante, con la esperanza de terminar con tamaño éxito. Cuando menos con el
ejercicio de una práctica que agilice mis dedos y mi arte de la costura de
palabras. Dicen que el bloqueo es la peste del escritor, bueno, no, la peste
no, solo la anemia. Y, tras echarle unas vitaminas, el ejercicio y el
entrenamiento constante es lo que da la forma y las medallas. En eso estamos.
Y ya voy impacientándome porque se acerca
el segundo y final punto de giro y aún no he resuelto la trama.
Aquí, ya sin remedio, tengo que realizar el
giro que puede salvarme o llevarme a la desgracia. Veo cómo el cuento se escapa
de mis manos, de mi control, y se encuentra inoculado en la cabeza del lector
que ahora lo está leyendo.
No acierto a adivinar por qué parece que
este cuento me habla a mí y cómo ha detectado que lo estoy leyendo yo. Ciertamente
desde el inicio de la lectura tuve la sensación de que era a mí, al lector, a
quien se aferraba para salvar la vida y, desde luego, si he llegado hasta aquí,
es porque me ha traído a donde me quería llevar que, por lo que es evidente ya,
es al fin del cuento. Ahora ha llegado el momento de preguntar: ¿he leído un
cuento?
No hay comentarios:
Publicar un comentario