Valeria
era la menor de las dos hijas de un matrimonio de clase media de un barrio de
las afueras de Madrid. Su padre, administrativo por las mañanas en una empresa
de construcción, dedicaba las tardes a llevar las cuentas de varias comunidades
de vecinos, para sacarse un sobresueldo que les permitiera llevar a las chicas
a una escuela de pago, además de ir amortizando los plazos de la hipoteca de la
casa que se compraron cuando se casaron. De costumbres tradicionales, con gran preocupación
por cumplir con la religión y la tradición, los padres de Valeria llevaban una
vida triste y aburrida. La rutina se sucedía de lunes a sábado y continuaba
tras un no menos monótono domingo en que, si bien cambiaba la actividad porque
salían a la Misa de las doce, esta se repetía domingo tras domingo. La madre de
Valeria tenía un carácter débil y asustadizo, lo achacaba al miedo que pasó
cuando era niña, durante los años de la guerra. Cerraba cada noche la casa con
dos cerrojos y una cadena con un candado, para que no les sorprendieran
durmiendo si entraban a robarles. Tenía obsesión por la limpieza, si al subir
de jugar en la calle encontraba la mínima sombra de una mancha en la falda o en
el jersey de Valeria, no tardaba en llevarla a la habitación para cambiarle la
ropa. Y así cada día, al volver de la escuela no podían quedarse a jugar sin
antes haber subido a lavarse y cambiar sus ropas con olor a lápiz y tiza por un
nuevo hato preparado en la silla de la habitación, sobre el que debían ponerse
un mandilón mientras estaban en casa para no mancharse con las migas del
bocadillo de la merienda.
Los padres de Valeria ya tenían
pensado el futuro de sus dos hijas: Ana, la mayor, responsable, seria y
acomodadiza, sería maestra, enseñaría y cuidaría de los hijos de los demás
hasta que encontrara un marido y tuviera que encargarse de los suyos propios. A
Valeria, al ser la menor de las dos, le esperaba una vida muy distinta: sería
enfermera cuando acabara los estudios. Una enfermera es la mejor elección para
quien tendrá que ocuparse de cuidar a los padres cuando ya ancianos no puedan
valerse por sí mismos. Pero Valeria había heredado el nombre y el carácter de
su abuela paterna, una mujerona fuerte y valiente que había conseguido sacar
adelante a sus once hijos a pesar de haberse quedado viuda desde muy joven. Su
hijo mayor, el padre de Valeria, había adoptado siendo casi un niño la figura
del padre perdido y con ello un carácter represivo e intolerante con los que él
supuestamente protegía. La abuela Valeria ya no estaba con ellos, se fue de
este mundo hacía apenas un mes, y se llevó con ella la alegría de la nieta
Valeria, que solo tenía ocho años. Ella le había enseñado a contar cuentos, a
hacer las albóndigas más redondas que jamás volvió a ver, a reír, a jugar a las
cartas, a coser vainicas y, sobretodo, a dibujar. Y eso era lo que quería hacer
Valeria: pintar, ser pintora de retratos, de paisajes, reflejar en un papel un
mundo colorido y alegre, lleno de manchas y de matices. Ahora que ya no estaba
la abuela, ya no podía ir a refugiarse a su casa para pasar la tarde, escuchar
sus cuentos y poder pintarlos con tizas en el papel de estraza gris de envolver
la fruta. Se escondía en su habitación que compartía con su hermana cuando no
estaba ella, para que no se lo chivara a su padre. Ya lo había hecho antes: Ana
la envidiaba por ser tan alegre, tan espontanea, por tener esas manos y esa
capacidad de representar escenas maravillosas en una hoja de papel. No podía
contar con ella.
Una tarde, al volver de la escuela
encontró sentado a un joven en el parque. Había colocado un caballete y pintaba
los árboles con pinceles de distintos tamaños y una maravillosa paleta llena de
colores. Se sentó a su lado a mirar cómo mezclaba los colores como obtenía
diversos tonos de verde con azul, amarillo y blanco, como capa tras capa,
convertía las manchas de pintura en un precioso jardín con unos niños jugando
en un lado. Al pintor le hizo gracia ver el interés de la niña por su pintura y
le dejó que fuera ella quien mezclara los colores. Cuando empezó a ponerse el
sol, recogió sus trastos y le regaló un pincel. Valeria corrió a casa y entró
corriendo a su habitación para esconderlo bajo el colchón de su cama, se lavó y
se cambió de ropa para que no se notara que se había retrasado al volver de la
escuela. Cuando salió a poner la mesa para cenar, vio que su padre estaba
hablando con alguien en la salita. Le preguntó a su madre, pero esta esquivó la
pregunta y le mandó a poner la mesa para cenar, que ya era tarde.
Salió
su padre seguido de su hermano menor, ambos muy serios. Se miraron entre si y
miraron al resto de la familia que ya estaban sentadas a las mesa. El tío les
contó que la abuela apenas había dejado nada, pero habían encontrado, al
recoger los enseres de la casa, un paquete en el que aparecía escrito: «Para
entregar a mi nieta Valeria, cuando yo ya no esté». Y se lo alargó a Valeria.
Aturdida y asustada, no sabía qué hacer, pero su padre le animó a que los
abriera, las últimas voluntades son sagradas, dijo muy serio. Valeria quitó el
papel de envolver y descubrió, con lágrimas en los ojos, cuadernos de pintura y
una caja de madera con pinceles y pinturas de todos los colores además de una
carta cerrada en la que estaba escrito con letra torpe: «Para mi querido hijo
mayor». La abrió y leyó en voz alta: «Querido hijo, creciste antes de tiempo
perdiendo tu niñez y tu juventud al faltar tu padre. Sé, aunque nunca lo
dijiste, que siempre te gustó el teatro. Nunca tuvimos dinero para gastar en
una entrada. Por eso le pedí a tu hermano que te comprara, con lo poco que pude
ahorrar de la pensión, dos entradas para butacas de patio en el Teatro de la Comedia.
Cómprale un bonito vestido a tu mujer y divertíos un poco, una noche al menos,
que la vida es muy corta. Dale a mi nieta Ana mi peineta y mi chal, que siempre
le gustó y manda a la pequeña Valeria a clase de dibujo porque ha nacido con
arte y eso es un don que se lo da Dios a quien quiere. No le contradigas. Tu
madre que siempre te ha querido. Valeria.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario