Poseía pocas
cosas, todas ellas eran objeto de su cuidado y su amor: Un pequeño huerto con
alberca, una casita aneja al huerto, un pequeño corral con un par de
cochiqueras, un gallinero y un establo con dos cabritillos. Aunque, realmente,
su posesión más preciada eran sus manos.
Siendo aún una
niña, su madre le colocó un delantal y la envió a servir como niñera para
ganarse unas pocas perras para la familia. Era muy pequeña, tanto en edad como
en estatura, por ello le tuvieron que buscar un escabel para que alcanzase al
fogón y a la pila de fregar. Le encomendaron el cuidado de una pequeña de dos
años que correteaba torpemente por toda la casona y, como era enérgica y
resoluta, acabó ayudando en todas las labores del hogar.
Tenía buena
mano para los guisos, así que hizo de cocinera. Con cariño y pericia, conseguía
unos recogidos magistrales peinando a las mujeres de la casona, así que también
fue peluquera. Y en los pocos ratos libres que le quedaban zurcía y cosía como
ninguna otra de las que atendían la casona, así que disfrutaba como costurera.
No había arreglo que se le resistiera.
Pasaron los
años y la niña que cuidaba encontró un marido, se casó y se marchó del pueblo.
La casona se cerró y el trabajo se acabó. Por entonces, ya había formado una
familia y tenía un hijo, un varón, así que dejó de cuidar la casona para
dedicarse a su propio hogar y a su huerto. Era una casa humilde y pequeña en
sus dimensiones pero grande cuando se trataba de acoger a todo el que pasaba
por allí. Siempre había chavales del pueblo merodeando por el huerto y ayudándole con la azadilla y dando de comer
a los animales. Disfrutaba enseñándoles las tareas domésticas y para los chicos
no había un entretenimiento mejor.
Siempre había un plato de migas o de cocido dispuesto para el que se quisiera
quedar a comer con ella.
Un día
apareció su hijo con una chica morena cogida de la mano. Madre, esta es la Pepi,
que nos queremos casar si nos da su bendición. Lágrimas de emoción brotaron de
sus ojos. Una ráfaga de imágenes pasó por su mente. La boda, un pequeñín en la
familia, dos, tres,…qué bendición para ella que había trabajado tanto. Y así
llegaron sus tres nietos. Por las noches, cansada de la dura jornada, cogía el
ganchillo y tejía patuquitos, un jersey, una capotita para la nena. De sus manos salía su
amor en forma de objetos creados con esmero. Con unas conchas que le trajeron
de la playa, creó ratitas presumidas, quijotes y sanchos, para sus nietas. Con
la aguja y el bastidor bordaba mantelerías con vainicas y punto de cruz que eran
auténticas obras de arte, sería el ajuar para sus niñas.
Sin embargo,
todo le venía devuelto. Su nuera no quería nada de ella. La odiaba. Por su
sencillez, por su cariño, por su sabiduría,… no la soportaba. Impedía que su
hijo fuera a verla, le tenía atemorizado. A veces él se escapaba del trabajo
para acercarse a la casa de su madre, le llevaba fotos de las niñas, y aprovechaba
para darle un abrazo. Pero a escondidas. Ahora sus lágrimas ya no eran de
emoción, hervían al salir y le quemaban las mejillas.
Qué tristeza…
miraba el huerto, los animales, sentía cómo iba envejeciendo y perdiendo las
fuerzas poco a poco. Sufría, pero por dentro.
Hasta que una
mañana apareció en la puerta la Pepi, su nuera, y le dijo que se había enterado
de que su marido faltaba al trabajo, por su culpa, y que le iban a expedientar.
La amenazó y la insultó. Incluso le exigió que antes de morir les diera el
huerto y la casa que por ley en algún momento les tocaría. Su nuera en ese
momento era la locura y la histeria en forma humana. El odio y la venganza en
la palabra. El cuchillo y la herida en la mirada.
No supo qué
decir, no pudo separar los labios. Lágrimas secas llenaban su mirada, pero no
brotaban. Lo único que consiguió hacer fue, levantando sus manos, ofrecérselas a
su nuera, para quedarse sin nada.
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