Normandie

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miércoles, 3 de diciembre de 2014

Las manos

Poseía pocas cosas, todas ellas eran objeto de su cuidado y su amor: Un pequeño huerto con alberca, una casita aneja al huerto, un pequeño corral con un par de cochiqueras, un gallinero y un establo con dos cabritillos. Aunque, realmente, su posesión más preciada eran sus manos.

Siendo aún una niña, su madre le colocó un delantal y la envió a servir como niñera para ganarse unas pocas perras para la familia. Era muy pequeña, tanto en edad como en estatura, por ello le tuvieron que buscar un escabel para que alcanzase al fogón y a la pila de fregar. Le encomendaron el cuidado de una pequeña de dos años que correteaba torpemente por toda la casona y, como era enérgica y resoluta, acabó ayudando en todas las labores del hogar.

Tenía buena mano para los guisos, así que hizo de cocinera. Con cariño y pericia, conseguía unos recogidos magistrales peinando a las mujeres de la casona, así que también fue peluquera. Y en los pocos ratos libres que le quedaban zurcía y cosía como ninguna otra de las que atendían la casona, así que disfrutaba como costurera. No había arreglo que se le resistiera.

Pasaron los años y la niña que cuidaba encontró un marido, se casó y se marchó del pueblo. La casona se cerró y el trabajo se acabó. Por entonces, ya había formado una familia y tenía un hijo, un varón, así que dejó de cuidar la casona para dedicarse a su propio hogar y a su huerto. Era una casa humilde y pequeña en sus dimensiones pero grande cuando se trataba de acoger a todo el que pasaba por allí. Siempre había chavales del pueblo merodeando por el huerto  y ayudándole con la azadilla y dando de comer a los animales. Disfrutaba enseñándoles las tareas domésticas y para los chicos no había un entretenimiento  mejor. Siempre había un plato de migas o de cocido dispuesto para el que se quisiera quedar a comer con ella.

Un día apareció su hijo con una chica morena cogida de la mano. Madre, esta es la Pepi, que nos queremos casar si nos da su bendición. Lágrimas de emoción brotaron de sus ojos. Una ráfaga de imágenes pasó por su mente. La boda, un pequeñín en la familia, dos, tres,…qué bendición para ella que había trabajado tanto. Y así llegaron sus tres nietos. Por las noches, cansada de la dura jornada, cogía el ganchillo y tejía patuquitos, un jersey, una capotita para la nena. De sus manos salía su amor en forma de objetos creados con esmero. Con unas conchas que le trajeron de la playa, creó ratitas presumidas, quijotes y sanchos, para sus nietas. Con la aguja y el bastidor bordaba mantelerías con vainicas y punto de cruz que eran auténticas obras de arte, sería el ajuar para sus niñas.

Sin embargo, todo le venía devuelto. Su nuera no quería nada de ella. La odiaba. Por su sencillez, por su cariño, por su sabiduría,… no la soportaba. Impedía que su hijo fuera a verla, le tenía atemorizado. A veces él se escapaba del trabajo para acercarse a la casa de su madre, le llevaba fotos de las niñas, y aprovechaba para darle un abrazo. Pero a escondidas. Ahora sus lágrimas ya no eran de emoción, hervían al salir y le quemaban las mejillas.

Qué tristeza… miraba el huerto, los animales, sentía cómo iba envejeciendo y perdiendo las fuerzas poco a poco. Sufría, pero por dentro.
 
Hasta que una mañana apareció en la puerta la Pepi, su nuera, y le dijo que se había enterado de que su marido faltaba al trabajo, por su culpa, y que le iban a expedientar. La amenazó y la insultó. Incluso le exigió que antes de morir les diera el huerto y la casa que por ley en algún momento les tocaría. Su nuera en ese momento era la locura y la histeria en forma humana. El odio y la venganza en la palabra. El cuchillo y la herida en la mirada.

No supo qué decir, no pudo separar los labios. Lágrimas secas llenaban su mirada, pero no brotaban. Lo único que consiguió hacer fue, levantando sus manos, ofrecérselas a su nuera, para quedarse sin nada.  



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