Me encantaba
pasarme las horas riendo y charlando con ella. Nos reíamos de todo porque todo
lo amábamos y sentíamos que podíamos comernos el mundo, teníamos esa sensación
de estar por encima de todo y de todos, nosotras, nuestro mundo, era lo único
que nos importaba. Éramos tan jóvenes…
Cuando íbamos a
clase quedábamos en la estación de Núñez de Balboa, íbamos en metro desde
nuestras casas, y allí esperaba la que llegaba antes. La estación era oscura y
gris, un poco agobiante, como son las estaciones por la mañana temprano, tan
llenas de gente medio dormida, mal peinada por las prisas, corriendo desde los
pasillos o esperando con abulia la llegada del próximo convoy. El olor a polvo
húmedo y a metal de los raíles se unía al los perfumes mezclados con los
sudores de los que no habían tenido tiempo para la ducha de la mañana, creando
una ambiente nauseabundo. Los viajeros
apretados en el andén, leían, dormitaban, entretenían la espera fijándose en
los demás o robaban conversaciones ajenas para pasar el rato.
En medio de esa
monotonía, llegaba ella y, desde ese momento, dejaba de ver al resto, mi mirada
sólo se centraba en los pasos que le quedaban para llegar adonde yo me
encontraba. Todas las demás sensaciones desaparecían cuando nos encontrábamos y
no parábamos de hablar, de cotorrear las dos a la vez lo que habíamos hecho la
tarde anterior. Y no eran grandes aventuras ni excitantes actividades, pero
eran nuestras vidas, nuestras sensaciones, nuestros aprendizajes juveniles. Nos
encontrábamos como en una burbuja que nos aislara del entorno, como en un palco
privado en el andén, a cubierto de las miradas de los demás.
A veces traía
un bollo recién comprado en la panadería “para desayunar algo antes de clase” y
yo la miraba cómo lo saboreaba casi con lujuria, cómo recogía con la lengua los
restos de crema que le habían quedado pegados a las comisuras de la boca.
Sentía el dulzor de la crema en mis labios mientras la miraba a ella. Un día,
como tantos, empezó a saborear su napolitana de crema, pero se detuvo, me miró,
me sonrió y me alargó un envoltorio que había mantenido escondido. “Una
napolitana para mí… ¡para mí! Qué tía tan estupenda eres, ¿cómo se te ha
ocurrido?”. Pero la guardé en mi bolsa excusándome “la dejo para el descanso,
que yo ya he desayunado”. Me miró sorprendida y terminó su bollo de un bocado
porque llegaba el metro y no podíamos perderlo. Me pasé toda la tarde
acariciando el paquete con la napolitana dentro, recordando el sabor a la crema
en sus ojos, la sonrisa al correr alocadas para no perder el metro.
Llegado junio
se acabó el curso, se terminaron las clases, abandonamos los trayectos en metro
hasta Núñez de Balboa y la caminata hasta el instituto. Finalizó una época, una
fase, un ciclo que siempre recordaremos y no volveremos a vivir. Se olvidó
nuestra amistad, nuestra pasión, nuestra dependencia. No volvimos a vernos, a
reír, a hablar, a compartir. Se separaron nuestros caminos, se alejaron
nuestras vidas, maduramos y crecimos, nos hicimos mayores.
Ayer volví a
coger el metro en Núñez de Balboa, tengo treinta años más que los que tenía en
aquel curso, pero al bajar al andén y volver a sentir ese olor tan querido en
otros tiempos, se ha abierto la espita
del cofre que guarda los recuerdos vividos y me ha hecho sonreír primero, reír
después reviviendo en mi interior ese año de juventud loca y adorable. Y me he
contagiado para todo el día, irradiando un halo de alegría, disfrutando los
momentos, los olores, los sonidos, la belleza de los púrpuras y violetas del
cielo en el ocaso mientras volvía a casa. Auténtica inyección de juventud.
Nunca me comí
aquella napolitana. Habría sido como profanar la experiencia mística del
descubrimiento de los sabores, de los olores, del dulzor de un beso robado, del
tacto de un pelo suave recién lavado oliendo a flores en medio del atropello de
un día en una ciudad fría y hostil. ¿Volveré a encontrármela en cualquier
estación de metro, esperando al convoy, comiendo una napolitana de crema?
Seguro que sí, pero, por si acaso, voy a la panadería a comprar una por si
llegara de pronto con las manos vacías.
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