No puedo iniciar bien el día sin un
café doble y un periódico en mis manos. Por eso, tras asearme brevemente, esta
mañana salí de casa y me dirigí al quiosco de mi barrio a comprar la edición
matutina del diario para desayunármela con el café en el bar de Marcial.
Para
sorpresa mía y de mi estómago, estaba cerrado. Un cartel espontáneo, escrito
con prisas, con desgana, indicaba que el quiosco cerraba tras veinte años de
servicio por caída del negocio. Qué va a ser de mí, pensé. Con quién voy a
desayunar el resto de mis días…Y es que mi barrio se ha hecho viejo, como yo.
Recuerdo, cuando era chico, salir de casa con unas pesetillas en la mano para
comprarle el periódico a mi padre. Porque en las casas quienes leían las
noticias eran los cabezas de familia, los varones, los responsables de sacar la
familia adelante con su trabajo. Me encantaban los quioscos con sus paredes
forradas de revistas, libros, y sus estantes guardando los cromos de las
colecciones de animales, motos o fútbol. Y qué decir de las golosinas,
prohibidas expresamente por mi madre que se había gastado un dineral en un
empaste.
El
quiosco era el centro del barrio, allí nos saludábamos los vecinos, nos
chismorreábamos los cotilleos y comentábamos las últimas noticias del gobierno
y sobre todo, los sucesos, tan morbosos para la conversación. No se podía
llamar barrio a unas calles de viviendas si no tenían su quiosco, que les daba
entidad. En el barrio todos nos conocíamos y sabíamos a qué nos dedicábamos.
Éramos como una gran familia. Cuando habíamos leído el diario, se lo pasábamos
a los que estaban más apurados y no podían comprarlo, quienes, después de
leerlo con pasión, por ser gratuito, lo dedicaban a empapelar el cubo de basura
o a envolver los plátanos para que duraran más sin ponerse feos.
Pero
la mayoría ya se fueron del barrio y apenas quedamos dos o tres de los de
entonces. El barrio se ha llenado de gentes que han llegado de otros mundos,
hablan otras lenguas y rezan a otros dioses. El quiosco ahora había incorporado
baratijas a su oferta, y barras de pan, ramos de flores y otros dislates,
vamos, que ya no era lo que conocíamos como quiosco. Y es que todo se adapta a
los tiempos. Y los quioscos, también.
Ya
se despidió el viejo Manolo, con su mano torcida y deformada por la talidomida
que tomó su madre, desde el principio atendió el quiosco dando conversación a
los ancianos que salían a sentir el calor del sol en sus huesos doloridos, a
las amas de casa que siempre se quejaban de lo cara que estaba la compra y lo
carero que era el mercero, a los chavales que intentábamos sacarle más
golosinas por un duro y a los trabajadores que antes de volver a casa a cenar,
compraban a edición vespertina para leer mientras esperaban sentados en el
sillón de oreja a que estuviera dispuesta la cena. Ahora lo atendía un chaval de color, que siempre tenía puestos los
cascos escuchando música que podíamos oír hasta en la plaza, y se limitaba a
cobrar y dar las vueltas. Pero cada vez se veía menos prensa y más abalorios. Y
eso no es un quiosco, mire usted.
Ayer desahuciaron a mi
viejo amigo Andrés, le sacaron a tirones de su casa porque la pensión se quebró
y aún quedaba hipoteca. Yo le pasaba los periódicos, que quitan el frío bajo el
jersey y sobre la acera donde está durmiendo. Ya solo cuatro viejos comprábamos
la prensa. Hasta hoy. Ya no tenemos quiosco. Qué va a ser de nosotros…