—Vamos, no seas estrecha, en la
casa no hay nadie y nadie nos va a ver entrar.
—Tengo miedo, tío, se cuentan
muchas historias de lo que les ha pasado a los que entraron en la casa. Dicen
que está maldita.
—Cosas de viejos. Mira, voy a
entrar, me esperas aquí y verás como vuelvo igual que entré. Eso sí, cuando
salga, entramos y nos damos un revolcón. Mira, he traído vodka del bueno, que
sé que te pone.
—No seas gilipollas tío, no quiero
quedarme sola aquí. Espera, espera…no me dejes aquí…
Así que entré a una casa medio en ruinas,
sucia, llena de derribos, restos de hogueras, latas y jeringuillas sucias
tiradas. Sentí que no estaba solo pero
no me creo las historias de los viejos, así que seguí avanzando por los
espacios entre los restos de muros que quedaban en pie. Al dar la vuelta a uno
de ellos, sentí un golpe que me hizo caer. Al intentar levantarme, una mano me
sujetaba fuertemente contra el suelo y una jeringuilla tocaba mi cuello,
amenazándome. «La he cagao». Es lo único que se me vino a la cabeza antes de
darme cuenta de que tres tipos, además del que me sujetaba, me miraban con una
sonrisa malévola.
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