Aún no se qué me hizo acercarme a la casa, esa casa
que tanto odié en mi infancia y que, desde entonces, no había vuelto a pisar
hasta ahora. Tal vez fue la tormenta, o las campanas de la vieja iglesia, quizá
el olor a la cebada húmeda de los campos en septiembre. Todas aquellas
sensaciones se confabularon en mi mente para empujarme de una forma
irremediable a cruzar el umbral del agujero de gusano que me ha transportado a
este espacio intemporal que arrastra mi voluntad.
Los jirones de cortinas y tapices
se enrollan en mi pensamiento, impidiéndome orientar con claridad mis pasos. Las
termitas horadan, invisibles bajo la piel, mi cuerpo de madera, dejando las
vísceras a los carroñeros que esperan, pacientemente, en los barandales de los
balcones heridos por la herrumbre de los años de olvido.
Oigo cantos lejanos de letanías de
muerte que huelen al perfume de los lirios y azucenas que han dejado los
espíritus de mis antepasados posados a mis pies. Siento un pánico irracional
que me empuja a gritar para salir del círculo encantado, pero sólo oigo las olas del mar rompiendo
contra el dique del presente. La locura finalmente me ha atrapado y me ha hecho
firmar un contrato de por vida, que, irremediablemente, me obliga a vivir en la
morada que erigieron mis ancestros, atrapado entre balaustres de oro y
partituras de responsos incesantes.
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