Nunca me sentí uno más entre
ellos. Cada día alguno de mis compañeros, de una manera subliminar pero
evidente, me hacía notar que había algo en mí que me separaba de ellos. Y,
conforme íbamos creciendo, me alejaba cada vez más de aquellos con los que me
había criado.
Tras la escuela, me acercaba a
la librería que regentaba mi padre para ayudarle. Sentía fascinación por las
estanterías repletas de viejos libros ordenados meticulosamente por temas y
autores. En orden alfabético. Libros de segunda mano que escondían una historia
detrás. Una vida que los había terminado llevando a los estantes en busca de
otra oportunidad.
Era una librería pequeña,
oscura, con un pequeño mostrador en el que se apilaban los últimos libros
recibidos y una trastienda tan pequeña que apenas podíamos entrar los dos a la
vez. Allí guardaba mi padre el guardapolvo gris y una botella de whisky barato
que le permitía pasar los fríos días de invierno. Una vieja silla guardaba el
abrigo y la bufanda durante el día y el guardapolvo al acabar la jornada.
Cuando me levantaba cada mañana
y me aseaba para ir a clase, miraba al espejo que tenía delante y repasaba
detenidamente cada parte de mi rostro intentando averiguar el origen de esos rasgos con los que había
nacido y que me diferenciaban tanto de los demás. Podría ser la causa una
enfermedad de mi madre durante el embarazo. O un siniestro y desconocido
antepasado que llegara de tierras lejanas. Tenía que averiguarlo.
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