Rafa
sale de su primera consulta con el psiquiatra, desde aquella visión no consigue
dormir. Diazepan 10gr. Ansiolítico e
hipnótico. Psicofármaco, benzodiacepina. No es suficiente. Ansiedad, insomnio, ataques de pánico. Más
de tres meses de tratamiento: necesita algo más fuerte.
Pasa
cerca del museo y decide pasar a saludar, a preguntar si saben algo de Rosi.
—Por
favor, ponga las llaves y el reloj en el escáner.
—Hola
Pablo, ¿no me recuerdas? Soy Rafa Ortiz…
—Joder
Rafa, no te he reconocido, perdona tío. ¿Qué es de tu vida?
—Regular,
bueno mal. No consigo olvidar. Imposible. Estoy empastillao a todas horas, pero
necesito algo más fuerte. ¿Y la Rosi? ¿Sabes algo de ella?
—No
mucho, creo que no está muy allá. Se le fue la cabeza y tiene que cuidarla su
hermana, ahora vive con ella en su pueblo, creo que cerca de Burgos.
No
puede evitar dirigir la mirada hacia el pasillo que lleva a la sala que tiene
metida en su cabeza. Empieza el ataque de ansiedad, nota como se cierra el
estómago y la respiración se acelera y entrecorta. Necesidad de salir
corriendo, de gritar, de huir. Esa mirada de Pablo… Vuelve de nuevo esa
sensación, va creciendo dentro: miedo, terror, sospecha. Se da la vuelta y sale
corriendo por la puerta, no mira atrás, corre cada vez más deprisa, oye pasos,
le siguen, corre más y gira por la primera calle que encuentra, se mete en un
bar, mira a la gente que pasa por delante, sale y corre en dirección contraria
hasta la calle principal, baja las escaleras del metro saltando los escalones
de dos en dos, casi se tropieza al llegar abajo con una anciana que abre la
puerta para salir, se mete dentro y se esconde tras una máquina expendedora, se
sienta en el suelo, se tapa la cara con las manos.
Llora.
Llora.
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Aprieta
con ambas manos el sobre que le acaban de dar: ALTA MÉDICA. No está seguro de
estar preparado, pero el doctor le ha dicho que debe intentarlo. Ha vuelto al
diazepan, solo por las noches, para dormir. Hay que estar ocupado, hay que
hacer algo, no pensar, hacer algo, hacer.
Antes
de volver a casa, pasa por el tinte a recoger el uniforme. Después de tanto
tiempo y con el peso que ha perdido, le va a quedar como el primer traje que le
compraron para la comunión: crecedero, para poderlo usar cuando creciera. Pobre
madre. Cuanto le hubiera gustado verle con su uniforme de vigilante de
seguridad. A ella le encantaban los uniformes, decía que le daban seriedad y
empaque al hombre.
—Aquí
lo tiene. Le aviso que la mancha no ha salido, hemos repetido tres veces y se
ha disimulado un poco, pero no termina de salir.
—Qué
le vamos a hacer.
Y
pasa por delante del portal de su casa, pero no sube. Sigue hasta el metro y
coge la línea del museo. Para qué va a llevar el traje a casa, mejor lo deja
directamente en la taquilla. Porque ya le habrán asignado taquilla, piensa.
Espero que hoy no esté Pablo, piensa. Da media vuelta y desanda el camino hasta
su portal. Sube a casa y cuelga el traje con la bolsa del tinte en el pomo del
armario.
Pone
la tele y calienta en la cocina un resto de pizza que quedó ayer. Distraer la
mente. No pensar. Hacer algo.
Esa
noche no dormirá en la habitación donde cuelga el uniforme. Algo le impide
entrar. Cierra la puerta y se cubre con una manta en el sofá. Diazepan 10gr.
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