Normandie

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jueves, 1 de octubre de 2015

La mercería



La niña Rosita bajaba cada tarde a la tienda con sus uñitas pintadas de color rosa chicle a pasar la tarde con la señora Celia, para que le enseñara la técnica del bordado.

─Buenas tarde tenga usted Señora Celia, ya he terminado todas las tareas escolares y vengo a que me enseñe los intríngulis del bordado de punto de cruz.

─Pero bueno, que alegría me traes cuando apareces en la puerta de la tienda cada día a compartir tu tiempo con esta pobre vieja.

─Me ha dicho mi madre que le desee un buen día y le ha preparado este paquete de deliciosas galletas horneadas justo antes de venir. Dice que es usted un tesoro y que aprenda todo lo que tenga a bien enseñarme, que me servirá para cuando sea mayor y me case.

La señora Celia tenía una mercería muy coqueta, pequeñita y entrañable. La había heredado de sus tías, las hermanas de su madre, que siempre se habían dedicado a las labores y a regentar el negocio en la plaza del pueblo. Era un pueblo castellano, de inviernos fríos y veranos sofocantes. Vivían sobre la tienda, encima de los soportales de piedra, en una antigua casa de aspecto señorial y pretencioso, atestada de recuerdos que hacían sentirte en un museo al entrar. La casa, sin embargo, le tocó en herencia a su hermana Marisita, que la dejó cerrada y abandonada porque se fue a vivir a la ciudad con su marido, un apuesto viajante que la encandiló cuando vino a vender encaje de Bruselas a las tías.

La señora Celia se miraba las manos con tristeza, ya no eran lo que fueron, las manos que hacían los mejores bordados de la comarca, y se sintió un poco indispuesta. Arrugadas, deformadas y temblorosas, estaban cansadas de sujetar la aguja y el dedal. La señora Celia también una vez fue joven, una joven alegre y bien parecida, admirada por todos los mozos del lugar y pretendida por más de uno de ellos. Pero a ella no le parecía ninguno lo suficientemente bueno: demasiado feo, demasiado lerdo, demasiado bruto… y seguía esperando que llamara a su puerta un apuesto príncipe azul, de los de las novelas de Corín Tellado. Y un día ocurrió, se le concedió el deseo, apareció un viajante con acento extranjero en la puerta de la tienda de sus tías para vender un exquisito encaje de Bruselas.

─Buenos días caballero, usted me dirá que se le tercia por estos lugares –le dijo con voz impostada, haciéndose la interesante y mostrando con su lenguaje rebuscado que tenía estudios-.

─Buenos días señorita, por su mirada azul y su sonrisa de coral puedo adivinar que usted es forastera, déjeme que lo adivine… ¿es de la lejana isla de la Ingalaterra o del París de los locos veinte? Déjeme verla…

            Y cogiéndola de la mano, como si fuera a proponerle bailar un vals, le hizo una reverencia y la hizo girar bajo su brazo.

            ─No hay duda, es una belle cocotte del París de la Francia.

            ─Qué galante, caballero, si bien mi alma es de cocota, como usted dice, he de confesarle que tengo la desgracia de haber nacido en este pequeño pueblo de provincias y de sentirme encerrada entre los barrotes de esta jaula de oro que es la mercería de mis tías.

            ─No me confunda, señorita, que en su expresión se conoce que usted ha vivido mundo y que sabe apreciar el valor del género de calidad. Permítame un instante de su valioso tiempo para que le enseñe un exquisito encaje que he conseguido nada menos que en Bruselas, a un precio irrisorio, dado que por mi experiencia y mi intuición logré comprar el género en una tienda de artesanía que estaba a punto de cerrar por la ancianidad de la dueña, señorita soltera, sin familia que le continuase el negocio. Mire, qué primor de encaje, pareciera bordado con los hilos de una araña, de fino que es. Tóquelo, no sea tímida, veo en su mirada que aprecia lo que es realmente una joya.

            ─Caballero, por Dios, suélteme la mano, que mis tías están a punto de llegar…

            Pero la que apareció como un torbellino fue su hermana Marisita, descocada y libertina, que se quedó epatada al entrar en la tienda y ver al trajeado viajante, con ese bigote fino como una línea y ese sombrero de fieltro azul, colocado de lado para dar un toque conquistador a su expresión.

            El viajante al ver a la jovencísima mercera, cambio el objeto de sus loas y olvidó el asunto que le traía, dejando los encajes en manos de Celia y saliendo tras el vuelo de la falda de Marisita. Y así fue como la señora Celia se quedó para vestir santos y su hermana Marisita se casó con el viajante.

─Señora Celia ¿se encuentra usted bien? Lleva un rato con la mirada en otro mundo y ni me contesta… ¿le dio un vahído?

─No hijita, no. La cabeza que cada vez más se llena de ensoñaciones que no llevan a ningún lado. A ver esas puntadas… Rosita. ¡Qué barbaridad! Si parece la hebra de Mari moco, que cosió siete camisas y le sobró un poco…ya te dije que para el bordado mejor hebras cortas, para que no se enreden y sea más fácil el cambio de color por debajo del bastidor.

La señora Celia, mientras cortaba el hilo y enhebraba de nuevo, empezó a sentirse mal, primero como mareada, luego llegaron las náuseas y tuvo que salir corriendo al excusado, pero no llegó. Se desmayó al traspasar la puerta de la trastienda y cayó al suelo sin sentido.

Rosita se acercó a ella, pero al verla pálida con los ojos desorbitados y la boca con espuma, le dio miedo y salió corriendo de la tienda. En la otra esquina de la plaza la esperaba Marisita, quien la retuvo del brazo al pasar y le preguntó si le había dado las galletas como le había dicho. Rosita, asustada, asintió con la cabecita y salió corriendo hacia su casa.

Desde aquel día de tan triste y luctuoso suceso, la mercería cambió el nombre por «Galletería Marisita» donde la viuda Marisita pasó el resto de sus días intentando olvidar el desamor de un marido casquivano y mujeriego que la dejó por una joven corista que conoció cuando visitó Madrid para ver si podía sacarse unos cuantos duros por los encajes de Bruselas, mientras Marisita le esperaba sola e impaciente en la ciudad haciendo encajes para la venta.

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