Pensé
en darle una sorpresa. Las cosas no iban muy bien últimamente entre nosotros y,
sin pensarlo dos veces, me había plantado en el aeropuerto a esperar su vuelo.
Debería comprarle algo -pensé- pero el
reloj marcaba las nueve y media de la noche y las tiendas del aeropuerto ya
habían cerrado. El vuelo de Los Ángeles tenía prevista su llegada a Madrid a
las diez y media así que aún tenía tiempo de dar una vuelta. Me dirigí al
pasillo de la T4 y comencé a caminar entre locales con las persianas echadas.
Acostumbrado al barullo habitual del aeropuerto por las mañanas, a esta hora se
veía solitario y oscuro, a pesar de la iluminación.
Un
hombre cansado pasaba una mopa por el suelo, dibujaba figuras imaginarias que
solo veía en su mente para hacer más llevadero el trabajo de la noche. Seguro
que pensaba en sus hijos, lo que le estaba costando que fueran a la escuela,
qué ingratos, no saben lo que les espera como sigan así. Y sus ojos se cerraban
cansados, mostrando las arrugas de las horas pasadas dando movimiento al palo
de la mopa, obligando a mostrar un brillo indeseado a esos suelos tan
transitados.
Seguí
caminando hasta que percibí un pequeño café abierto y allí me acomodé con un
solo doble, sin azúcar, en la mano. Mientras lo sorbía sin saborearlo, me
acerqué al tablero con los horarios y descubrí lo que todo el que espera teme:
Retraso estimado de una hora. Volví tranquilamente hacia el establecimiento y
degusté tranquilamente el café mientras consultaba las noticias en el smartphone. Acabé el café y vi que aún
tenía unos minutos, así que pasé a los servicios para aliviar la espera tras la
ingestión del líquido. La luz se apagó. ¡Vaya! En qué momento, qué inoportuno.
Como pude, terminé y me acerqué a tientas al lavabo. Traté de encender la linterna
del teléfono pero una pequeña luz roja indicaba que la batería estaba en las
últimas, bueno que se había descargado. Oí un pestillo que se cerraba y pensé
que no podía ser cierto, me abalancé hacia la puerta de salida e intenté
abrirla, pero mis temores se confirmaron: me había quedado encerrado en los
lavabos. Sin luz. Sin batería. Golpeé la puerta con los nudillos y grité para
que supieran que estaba allí, para que alguien me abriera. Deseé que estuviera
aún por allí el hombre de la mopa. Nada, nadie contestaba. Tras las palabras
salieron los gritos: « ¡Abran! Por favor, abran la puerta… ¿Hay alguien ahí?»
Nada. Dicen que agitando la batería se recarga, lo justo para una llamada de
emergencia…Lo agité frenéticamente pero no se encendió. Ni siquiera una leve
luz roja. ¿Qué hora será? ¿Habrá aterrizado el vuelo ya? Si llega a casa y no
estoy… ¡Dios! La he fastidiado, esta vez sí que la he fastidiado. Empecé a
aporrear la puerta con todas mis fuerzas. Si no queda nadie por aquí, me toca
una noche en los lavabos. Tengo que hacer algo. Recorrí el pequeño espacio para
pensar si había alguna posibilidad de salir de allí pero no encontré más que
cuatro paredes de resina y una puerta cerrada con pestillo. Quién se va a creer
esto… no lo puedo contar. Es ridículo. Me senté en el suelo. Me dormí.
Sentí
una mano en mi hombro y abrí los ojos.
—Señor,
¿se encuentra bien?
— ¿Qué hora es? ¿Qué hora es?
—Son
las once y media.
Salí
corriendo, casi tiré a la señora de la limpieza que me había despertado. Me fui
corriendo a la puerta de llegadas donde estaban saliendo los viajeros con las
maletas. Pocos nos habíamos acercado a recibir a los pasajeros. Respiré profundamente, tranquilo, has llegado
a tiempo. Busqué entre los que iban saliendo y me pareció verla a ella cuando
se abrió la puerta. Se volvió a cerrar y a abrir de nuevo según iban saliendo.
Por fin se abrió la puerta y apareció empujando un carro con dos maletas y del
brazo de un tipo de buena planta. Me escondí tras la columna más cercana y salí
corriendo hacia los lavabos.
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