«… de pronto se me hizo visible un rostro que detuvo y
absorbió al punto toda mi atención…”Qué extraordinaria historia está escrita en
ese pecho”, me dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no perder de vista a
aquel hombre, de saber más sobre él.»
Edgar Allan Poe
El hombre de la
multitud
Como ya
hicieron padre y mi abuelo, yo me levanto al amanecer, cuando la primera línea
de luz delinea el horizonte. Ellos, cogían la mula y el sombrero de paja y
salían despacio, sin hacer apenas ruido, hacia el campo que cuidaban y que era
el que nos daba de comer a la familia. Echaban en el morral pan, queso y chorizo
para el almuerzo, sin olvidar la bota de vino para aclarar la garganta reseca
por el polvo del camino. Yo, como no tengo mula, cojo la gorra de algodón y me
marcho despacio, hacia el centro de la ciudad que me da de comer. Como tampoco
tengo morral, me apaño con una bolsa del super
que es cómoda y cuando se vacía, cabe bien doblada en el bolsillo.
«A
quien madruga, Dios le ayuda», decía mi abuelo por las noches, después de cenar
mientras encendía el pitillo de caldo con el chisquero, sentado en la entrada
de la casa, al fresco, en la silla de enea. Yo le miraba, esperando una
explicación a sus palabras, suponía que las había dicho para enseñarme la vida.
Pero esperaba en vano, ni una sola palabra más salía de su garganta. Callaba y
miraba al campo, a lo lejos, mientras fumaba. Yo le miraba de reojo, y le
imitaba, guiñaba los ojos haciendo como que miraba a la lejanía y soplaba
acompasándome al humo que salía de su boca.
Para
no perder la tradición, cada noche me siento, cuando vuelvo a casa, en el banco
de la calle, mirando hacia el semáforo que cambia de verde a ámbar y de ámbar a
rojo en una secuencia que me impide
retirar la vista. No fumo, como mi abuelo, ahora dicen que es perjudicial para
la salud, si lo hubiera oído mi abuelo, que vivió más de la centena, habría
chascado la lengua, como hacía cada vez que pensaba que algo era una tontería.
Ese
mismo gesto es la única reacción que mostró cuando mi padre le dijo que había
que irse a la ciudad, que allí progresaban los hombres y hacían dinero
suficiente para llevar a sus mujeres, con un buen vestido de domingo, al teatro
de variedades. No nos sobraba el dinero por entonces, pero las necesidades las
teníamos cubiertas y nos daba para ir al cine del pueblo y bajar al bar a tomar
un vino – yo Fanta de naranja- con
patatas fritas cuando acompañábamos a las mujeres a la Santa Misa los domingos.
Pero mis padres nunca salieron del pueblo, se quedaron allí, para que el campo
no se perdiera cuando muriera el abuelo.
Todo
empezó cuando el hijo del pregonero puso un quiosco de periódicos en la plaza.
Las mujeres compraban una revista de fotos a todo color que compartían de una
casa a otra y empezaron a ver los vestidos que se llevaban en la ciudad, los
peinados de colores, ese pelo tan corto y rizado, las miradas y sonrisas
maquilladas y bellísimas, los coches que conducían los apuestos galanes y las
casas en las que vivían, decoradas a todo lujo, como las que salían en el cine.
Los amigos se fueron marchando y yo me
casé con la Mari, mi novia de toda la vida.
Y
era un día y otro día el mismo sermón que tenía que escuchar a mi mujer:
─Si
es que nos tenemos que ir de este maldito pueblo de una vez. Aquí nos estamos
pudriendo y si vamos a la ciudad tendremos una vida como la de las revistas. No
seas cabezota, aquí no tenemos nada que hacer, hacemos la maleta y nos vamos a
buscar trabajo a la ciudad y la próxima vez que vengamos a ver a los padres al
pueblo, los paseamos en berlina de lujo.
Y
uno que quiere lo mejor para su familia, pues acabó cediendo y nos mudamos a la
ciudad, primero a casa de unos parientes que nos alquilaron una habitación,
mientras encontraba trabajo, luego a un pisito pequeño, pero limpio, que
alquilamos con el primer jornal de la fábrica de automóviles en la que cargaba
fardos todo el día porque no sabía hacer otra cosa. Pero la mujer era feliz, se
sentía una señora: se cortó el pelo, lo cambió el color y cambió sus ropas que
para mí eran más de fulana que de señora de lo apretadas que le quedaban y los
colorines que mezclaba. Hasta empezó a fumar porque decía que le daba un toque
de elegante.
Lo
que nunca imaginó es que los tiempos iban a ir a peor y con la crisis cerraron
muchas empresas y a muchos nos mandaron a la calle. Ella me echó la culpa a mí,
decía que era un «sinsustancia» y un tonto, que no sabía defender mis derechos.
Tal vez por eso acabó en la cama del delegado sindical, que ese sí que
protestaba en los piquetes y a ella le encantaba el salir de su brazo en las
manifestaciones y que todos la admiraran
« ¡Mira! la nueva piva del chincheta…» Hasta
salía en las fotos del diario. Y sí, un día volvió al pueblo, pero en Vespa y con el del sindicato.
Yo
no he vuelto al pueblo, para qué. Estoy aquí sentando en el banco de la calle,
con la bolsa del súper llena de lo
que he ido recogiendo por ahí, mirando al semáforo cambiar de color, porque el
banco al menos, como es del ayuntamiento, no me lo pueden quitar y al estar
delante de mi antiguo pisito, pues me hago a la idea de que he bajado a tomar
el fresco para poder dormir en las noches calurosas del verano.
Subway 4 VVAA
Homenaje a Poe
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