En toda comunidad que se precie hay
un vecino que odia los animales, y no lo puede remediar. Es un odio heredado, primigenio,
inexplicable. No es el fruto de una mala
experiencia, en cuyo caso un buen psicólogo podría tratarlo y conseguir que se
supere la fobia, viene de las raíces del propio ser humano, de cuando vivía en
una cueva y no conocía el fuego para alejar a las alimañas que buscaban festín con
que aplacar el hambre. Ver a un amigo, padre, hijo o mujer siendo devorado,
desgarrado por las fauces de una bestia, no sería nada agradable y, cuando no
se tienen armas ni medios para salir victorioso de una lucha cuerpo a cuerpo
con una fiera, me atrevo a decir que debía ser de lo más frustrante para un
hombre. Un hombre que estaba obligado a mostrar su fuerza, su valentía, su
poder ante la tribu. Un hombre que, en un momento dado, decide que esto no
puede seguir así y empieza a buscar en la Naturaleza, en el entorno, la
solución que fortaleciera su humana debilidad. Y prueba con las piedras, y
prueba con las ramas, y prueba y prueba, mientras sigue conviviendo con la
muerte de cerca.
El
tal vecino tiene en el forro de su vida ese afán de superar la frustración que siente
cuando ve llegar un perro hacia su portal, su cueva. Y en él se desencadenan
los más íntimos deseos de lucha, provocados por ese domesticado y tranquilo
animal de compañía. Como Don Quijote ante los molinos, el ve la fiera
inmemorial que ha desgarrado con sus fauces a los miembros de su especie, allá
por la Edad de piedra. Y toma consciencia de lo débil que se es dentro de una
sociedad que ha puesto reglas contra
natura, donde no debes dar un buen puñetazo al que te insulta porque
conllevaría una pelea con la consiguiente alteración del orden, y mucho menos
sacar un arma por estar prohibidas, sea blanca, sea de fuego, aunque sea ese el
mandato de tu ansia. Es ese momento en que el impulso vital queda reprimido
ocupando un espacio más en la colección que guarda en el forro este vecino. Y,
como su ancestro, empieza a buscar en la sociedad, en el entorno, la solución a
su personal debilidad. Y prueba con leyes, y prueba con normas, y prueba y
prueba, mientras ve cómo su frustración
crece recluida en su pequeña propiedad horizontal.
Quizás
esas fueron las razones, o tal vez no, quién sabe, por las que empezó a
malmeter a los vecinos sobre los problemas que derivan de admitir animales en
la comunidad. Que si ladran a horas intempestivas, lo cual es molesto para los
durmientes que se levantan al amanecer para acudir a sus trabajos, que si
desperdigan sus excrementos por todas partes, lo cual es insano para los niños, hijos de los vecinos que comparten
zonas comunes con las alimañas, quise decir mascotas, que si supone un peligro
real: una fiera siempre será fiera cuando le salga el instinto, y nunca se sabe
si un día tendrán que lamentar la pérdida de un pequeño por el ataque de un
animal, que en vez de ahuyentado, ha sido admitido a vivir en sus guaridas.
Y
como por el lado de la ley, los perritos continúan paseándose por los
descansillos, tan tranquilos, y los vecinos le miran con desprecio tras haber
sido testigos presenciales de alguna que otra patada en el morro a galgos y
podencos, empezó su búsqueda obsesiva de mecanismos de defensa contra la maldad
de esas alimañas que engañan a la comunidad, con su aspecto manso que oculta un
sanguinario instinto agazapado en su interior, esperando despertar a la primera
oportunidad.
Ayudado
por la ciencia que se revela en internet, le fue fácil buscar remedios y recetas,
dónde encontrarlos y cómo fabricarlos. Incluso resulta divertido esto de la
química. De hecho, se ha montado un auténtico laboratorio clandestino en la
cocina, en donde prueba diferentes combinaciones de productos antes de decidir
cuál es la idónea. Tanto le ha gustado, que ahora se pasa las horas haciendo
pasteles y tartas, cocidos, sopas y guisados, y recientemente hasta se atreve
con el arte de la coctelería. Como no tiene familia cercana y es de pocos
amigos, terminan los restos sus obras maestras en el cuarto de basuras, que ahora
desprende un aroma a restaurante fino, muy atractivo para los amigos felinos y
caninos. Hasta se acercan urracas últimamente atraídas por la irresistible
fragancia. Y es que los cuartos de basuras dicen mucho de los que a él acuden,
si son de tirar muchos envases de comida precocinada o sólo tiran lo que ya ni
cabe en la ropa vieja que se hizo con
los restos del cocido. Si desechan los bonitos envases de caros perfumes o los
trapos rotos que se usaron para limpiar cristales tras hacer jirones a las
sábanas inservibles. Un cuarto de basuras es como un análisis de sangre de una
comunidad de vecinos, en él se ve el estado de salud de los que allí habitan.
Creo
que ese pudo ser el motivo de que estuviera ayer la policía por aquí. Dicen que
se encontraron un perro, un par de gatos y alguna urraca muertos en el cuarto
de basuras. Y pensaron que habrían comido algo en mal estado robado a
las bolsas de basura. Lo que no sabíamos aún era que en el delirio de la
alquimia, y la alta cocina, uno de los nuestros había confundido la sal con la
estricnina y los restos de un estupendo asado de buey habían sido la causa de
tamaña atrocidad además del lavado gástrico que hubo que administrar al viejo
chamán, defensor de la tribu.
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